Hablar de la imagen de Dios es una cuestión que suele señalar a la idea de Dios que inspira y dirige nuestras actitudes y acciones personales o las de pueblos enteros. Pero en esta meditación os invito a un primer movimiento que nos lleva de las imágenes de Dios –falsas o no‐ al mismísimo retrato de Dios: el auténtico retrato de la cara de Jesús.
Es nuestra intención pensar juntos primero de qué modo se puede conocer la imagen de Dios. Y lo vamos a hacer partiendo de ese don y provocación que es el mismo rostro de Cristo, que fue motivo de disputas y guerras entre los hombres en un mundo cabalgado por hordas y medios empeñados en ocultar la Faz de Dios y reducirlo a una meta lucha de ideologías e intereses.
En la espiritualidad cristiana oriental se consideran las imágenes pintadas de Jesucristo revelación y uno de los sacramentos. No es únicamente que sean obras inspiradas o creaciones que inviten a la piedad sino que el icono es el rostro original de Cristo. La contemplación del icono es un acto de encuentro directo con Jesucristo, con su rostro real. Jesucristo no sólo se revela, pues, a través de sus palabras y acciones, transmitidas en los Evangelios, sino a través de su cuerpo, de su gesto, de su Santa Faz. A un icono no se le ve sino que te encuentras con él.
Como ha escrito el pensador cristiano ortodoxo Spidlik, “La tradición iconográfica considera a estas imágenes como fuente de revelación… Se ora ante el icono de Cristo como si él mismo estuviera presente… Entre los occidentales, la garantía de presencia de Dios en la Iglesia es, naturalmente, el sagrario en el que se guarda el Santísimo Sacramento… [En el cristianismo oriental] ocupa un lugar mucho más significativo en su piedad la veneración de los iconos.. a ellos se presta la misma veneración que a la cruz o al Evangelio.” (Spidlik, 1977: p.299‐300)