El vacío existencial y la pérdida del sentido de la vida en el sujeto posmoderno: Retos para el cristianismo del siglo XXI

Una de las características de este tiempo -denominado por muchos como posmodernidad- es la pérdida del sentido de la vida, surgida a partir del vacío existencial que se produce en el ser humano por múltiples razones, entre ellas, la desaparición del otro en la relación.


Si bien el ser humano es en la medida en que se relaciona, las relaciones se humanizan cuando el sujeto es capaz de atribuirle un significado al otro de la relación. Cuando dicho significado desparece, las relaciones se convierten en una búsqueda de sí mismo y se transforman en expresiones narcisistas del sujeto.


En efecto, uno de los signos de la posmodernidad es la transformación de la capacidad de significar al otro. La necesidad de subjetivar la experiencia ha convertido al sujeto posmoderno en un ser que se piensa en función de sí mismo. Es así como el significado de la relación no está orientado hacia el otro sino que gira en torno a sí mismo. Las relaciones se han convertido en una reivindicación del amor hacia sí mismo. De este modo, se instaura la paradoja de la posmodernidad que consiste en lo que Freud denomina el síntoma del sujeto, y que se puede expresar con la frase: “dime de qué presumes y te diré qué te falta” (Moore, 1993, p. 29).


El sujeto posmoderno presume del amor a sí mismo y, paradójicamente, se puede constatar, en el plano de la experiencia, que aquello de lo que más carece este sujeto es de amor propio, que se hace visible en la forma como se trata y como trata a los otros. A quien no se reconoce en la relación con el otro -porque lo anula- le resulta muy difícil reconocerse en la relación consigo mismo.


En este sentido, la cultura actual, en su afán por reivindicar la subjetividad, termina anulándola porque ésta se construye en el marco de la relación que necesariamente exige al otro, bien sea real o simbólico. El sujeto construye su intimidad a partir de la significación que configura de sí mismo para el otro de la relación; si este último desaparece, el sujeto queda en falta, es decir, ante la realidad de su propio vacío.

El vacío de nuestra era –parafraseando a Lipovestky– es el otro de la relación, lo que se traduce en la pérdida del sentido de la vida y de la trascendencia y en una reivindicación del individualismo personalista sobre la humanización, la cual se expresa en la fidelidad a la verdad propia de cada uno en el encuentro con el otro.
Toda pregunta del ser humano sobre el sentido de su vida es también una pregunta por la trascendencia del ser. En tal sentido, la teología, que tiene como objeto de estudio la Revelación de Dios que llega a su plenitud en la persona de Cristo, tiene una respuesta que ofrecer a los interrogantes más profundos del ser humano; por ejemplo, la constitución pastoral Gaudium et Spes, en el numeral 22 indica que Cristo le revela el hombre al hombre; en Él la realidad humana es iluminada por el misterio del verbo encarnado. De esta manera, las preguntas fundamentales del hombre sobre el sentido de su vida y sobre la trascendencia encuentran un eco particular en el quehacer teológico y, así mismo, debido al contexto actual en el que éstas se presentan, las convierte en un reto para el cristianismo del siglo XXI.

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