Muerte y fe cristiana: Testimonio de Andrés Domínguez

“PERO DIOS QUE NOS AMA, HARÁ QUE SALGAMOS VICTORIOSOS DE TODAS ESTAS PRUEBAS”.
(Rom 8,37)

Por: ANDRÉS DOMÍNGUEZ

Andrés Domínguez era un militante católico comprometido con su fe en el Señor Resucitado en el movimiento ADSIS. Andrés falleció el 21 de septiembre de 1996 en el Hospital Insular de Las Palmas de Gran Canaria.
Estas líneas fueron escritas por Andrés unos meses antes de su muerte. Son líneas llenas de vida redactadas por un cristiano que sabía que la muerte es el encuentro con el Padre Bueno del Cielo en el que ha creído durante el duro caminar de la existencia terrena.
Este testimonio de vida es para meditar, para admirar, para acogerlo en nuestro corazón… Quiera Dios que cuando a nosotros nos llegue el mismo momento podamos confiar con la misma fe que tenía Andrés…

“Pero Dios que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas y estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de ninguna clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquiera otra criatura. ¡Nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús, nuestro Señor! ” ( Rom 8, 37-39)

Cuando ingresé en el hospital el 30 de noviembre, casualmente un día de San Andrés, no podía imaginar los acontecimientos con los que me iba a enfrentar en los próximos días. Todo empezó por unos análisis para desechar algún tipo de afección reumática, pero que dieron resultados bastantes negativos y una placa en la que se apreciaba una masa extraña en el pulmón derecho. Desde ese día 21 de diciembre todo fue buscar a ese “alien”, pasando por todo tipo de técnicas de diagnóstico aplicadas en carne propia: escáner, resonancias magnéticas, broncoscopias, punciones, análisis y más análisis… Yo, que siempre había sido un chico sano y que a mis 46 años alardeaba de no padecer ni el más mínimo de los catarros y de utilizar la cama sólo para dormir, pasaba por un tiempo de purificación de pretensiones en el que acoger de forma progresiva y serena aquel cuerpo extraño que marcaría definitivamente mi vida.

El 21 de diciembre el médico confirmó por fin el diagnóstico: se trataba de un cáncer. Fue una experiencia que me tocó vivir solo, porque los hermanos aún no habían llegado al hospital. Alrededor de una mesa, el médico me iba explicando la naturaleza del tumor. Una vez que terminamos, lo único que me salió fue un “qué le vamos a hacer”.

Después los acontecimientos se precipitaron. Había que operar cuanto antes y me trasladé a Canarias donde las gestiones de los infinitos médicos que tengo en la familia habían conseguido que se interviniera rápidamente. Pero antes tenía que pasar por el oncólogo y de nuevo la sorpresa: lo que parecía una simple lesión de columna, tipo hernia discal y que me venía molestando desde el principio de todo el proceso resultó ser un tumor metastasiado del principal, que me estaba carcomiendo la vértebra. Por lo tanto, lo que iba a ser una operación de pulmón se convirtió en una de espalda para limpiar ese tumor, dado que el pulmón en esas circunstancias era inoperable. Convalecencia de algunos días en Canarias y vuelta a Pamplona para iniciar el tratamiento de quicio y radioterapia que fuera oportuno.

En prácticamente un mes había pasado de unos posibles dolores reumáticos, que aconsejaron los análisis iniciales, a enfrentarme con el cáncer en su nivel más grave.

APRENDER A VIVIR DE NUEVO

Estos meses han supuesto una especial experiencia espiritual que se ha desarrollado al mismo tiempo que los acontecimientos.

La primera reacción fue bastante humana: perplejidad y miedo. No podía o quería entender cómo de pronto aparecía este elemento en mi vida. Yo, que siempre había alardeado de una salud de hierro, me encontraba débil, adelgazando a marchas forzadas, con el cuerpo lleno de dolores, metido días y días en hospitales, tratando de descifrar qué se escondía detrás del lenguaje alambicado de los médicos.

Tengo que deciros que sentí miedo, miedo a que se confirmara el peor de los diagnósticos. En los ratos a solas en la capilla del hospital le pedí al Señor, muchas veces entre lágrimas, que “pasara de mí este cáliz”. En las noches largas de insomnio miraba una y otra vez el pequeño crucifijo que preside las habitaciones de los hospitales, semiescondido tras el omnipresente aparato de televisión y seguía considerando ésta una prueba que le venía muy grande a mi fe. Pero poco a poco se fue serenando el ánimo y reconciliando el espíritu. Hubo un momento, que coincidió con el diagnóstico definitivo sobre la gravedad del tumor, en el que la cercanía de Dios se hizo más manifiesta, ayudándome a integrar la novedad de la situación. Aquel Dios que siempre me había acompañado a lo largo de toda mi vida en los momentos alegres y sobre todo en los difíciles, volvía a hacerse solidario con mi limitación y debilidad. Recordé muchas veces durante aquellos días el diálogo de Jesús con Nicodemo: “Tienes que nacer de nuevo”, tienes que aceptar la nueva situación como un elemento más en tu crecimiento vocacional que a partir de ahora va a condicionar tu vida, la dimensión de tu entrega, tus capacidades y, sobre todo, el tiempo de que dispones para hacer todo esto.

Cuando pregunté al oncólogo con qué plazo de supervivencia podría contar, después de haber indicado una serie de pautas normales en todo caso condicionadas a la naturaleza del tumor, al carácter del paciente… terminó diciendo, señalando con el índice hacia arriba: “pero en definitiva depende de Él”.

En definitivo dependo de Él. Siempre he creído y manifestado que Dios es el Señor de mi vida, pero ahora lo he experimentado de forma especialmente profunda. Mi tiempo se ha hecho tiempo de Dios, en el que cada día se vive de forma especial porque es gracia, es don, en el que los acontecimientos que antes te preocupaban han pasado en muchos casos a ocupar lugares secundarios, en donde empiezas a valorar lo pequeño y gratuito profundamente.

Es tiempo de Dios y de aquellos a los que Él ha puesto a mi lado para que sean mis hermanos. Yo que siempre he pecado de autosuficiencia he redescubierto la alegría de ser servido en mi debilidad, de dejarme lavar los pies por los más pequeños y de ver en esas manos que te sirven la grandeza de la fraternidad.

Es un tiempo nuevo en el que he tenido que vivir la cotidianidad de la vocación desde tantos momentos de debilidad extrema, en las noches en las que te pasas vomitando lo que ya no tienes. Tiempo nuevo en el que la oración se hace súplica con el crucifijo de Asís entre las manos, aquel crucifijo que José Luis Pérez Álvarez me regaló hace 25 años y que desde entonces preside la cabecera de mi cama. Cristo próximo, amoroso, solidario en mi debilidad y acompañante en los caminos aún por recorrer.

El horizonte de la vida, de pronto, se acorta. No sabes ni el día ni la hora del encuentro definitivo pero mientras tanto el Señor quiere que viva, que luche, que me ilusione, que crezca y que ayude a crecer a otros, aunque no lo pueda hacer con la misma fuerza pero sí con la misma ilusión. Y este es mi propósito: hacer que el tiempo que aún permanezca con vosotros sea el máximo posible. Tenéis el enfermo ideal que, como oveja dispuesta al matadero, se somete a todo tipo de pruebas, indicaciones, medicaciones, tratamientos… por muy desagradables que sean. No quiero arrinconar mi vida por una dificultad más o menos seria. Dios me ha dado los instrumentos necesarios para que en las actuales circunstancias siga construyendo su Reino, acompañando a mis hermanos, creciendo en mi vocación. “Te basta mi gracia”, me repito constantemente. Me basta la gracia que me asistió en las decisiones fuertes y en los momentos de debilidad. Con ella cuento y desde ella rehago mi proyecto de vida.

Los hermanos

La palabra hermano ha tomado este tiempo toda la fuerza que tiene nuestra vocación. He recibido cartas que me han demostrado con cuanto amor nos queremos en el Movimiento. He experimentado agradecido la cercanía de los hermanos que llevamos un tiempo de recorrido largo y también la emoción del que me conoció ayer. Sé que todos rezáis por mí y esto es un gran consuelo y fortaleza.

Cuando quise volver a Pamplona para el tratamiento lo hice fundamentalmente por una razón: quería que fuerais vosotros, con quienes compartí los últimos años de experiencia vocacional, los que me acompañarais en los momentos de recuperación. No podía hacer excepciones, como si la comunidad fuera un acontecimiento espiritual, prescindible en los momentos más humanos. Estoy convencido de que vosotros sois mi padre y mis hermanos y con vosotros quiero caminar esta nueva andadura.

Cuidaros en el acompañamiento, serviros en las comisiones técnicas, amaros dejándome amar es una experiencia irrenunciable desde las que quiero vivir este instante.

Para finalizar

Decir que le he perdido el miedo a la situación es mucho decir. No soy tan valiente. Pero sí me siento feliz porque por cualquiera de los caminos que el cáncer derive en el futuro será una confirmación de lo que ya vivo gozosamente: un Dios que me ama, unos hermanos que se desviven por mí, una vida que aún puedo vivir a tope hasta la muerte. Y, aunque soy optimista y peleón, tengo que vivir con la conciencia de que la muerte es un elemento a conjugar en mi vida. ¡Cuántas veces me sorprendo por la calles hablando con el Señor sobre el encuentro definitivo del que sólo Él tiene lugar reservado en su agenda!

No me importa morir porque he vivido una vida tan llena de gracia y de acontecimientos que me siento colmado y bienaventurado. No me importa morir porque sé que será un gran encuentro con el Señor de mi historia y con los hermanos queridos con los que tantas cosas me unen.

Pero quiero vivir hasta entonces a tope, con el corazón entregado a esta comunidad, a este Movimiento, contemplando cómo Saray recorre los inicios de esta vocación, agradeciendo la consolidación de las presencias en América, la madurez de los nuevos hermanos, el desarrollo de los proyectos, la progresiva incorporación de los asociados, el celibato Adsis vivido con adultez y radicalidad, el coluntariado como oferta para el servicio entre los más pobres, el Ministerio hecho servicio humilde, el reconocimiento eclesial del Movimiento… Entonces, llegado el momento le diré al Señor: “Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y con esa paz seguiré viviendo.

Andrés Domínguez Iglesias
6 de mayo de 1996
– Las Palmas de Gran Canaria

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