La búsqueda de Dios (san Agustín)

La búsqueda de Dios

(Confesiones, X, 6)

Señor, te amo con conciencia cierta, no dudosa. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. Pero también el cielo, y la tierra, y todo lo que en ellos se contiene, me dicen por todas partes que te ame. No cesan de decírselo a todos, de modo que son inexcusables (cfr. Rm 1, 20) (…).

¿Y qué es lo que amo, cuando te amo? No la belleza del cuerpo ni la hermosura del tiempo; no la blancura de la luz, que es tan amable a los ojos terrenos; no las dulces melodías de toda clase de música, ni la fragancía de las flores, de los ungüentos y de los aromas; no la dulzura del maná y de la miel; no los miembros gratos a los abrazos de la carne. Nada de esto amo, cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y cierto abrazo, cuando amo a mi Dios, que es luz, voz, fragancia, alimento y abrazo de mi hombre interior allá donde resplandece ante mi alma lo que no cabe en un lugar, donde resuena lo que no se lleva el tiempo, donde se percibe el aroma de lo que no viene con el aliento, donde se saborea lo que no se consume comiendo donde se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios.

Pero, ¿qué es entonces Dios? Pregunté a la tierra, y me respondió: «No soy yo»; y todas las cosas que hay en ella me contestaron lo mismo. Pregunté al mar, y a los abismos, y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: «No somos tu Dios; búscale sobre nosotros». Interrogué a los aires que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: «Se engaña Anaximenes: yo no soy tu Dios». Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas, que me respondieron: «Tampoco somos nosotros tu Dios». Dije entonces a todas las realidades que están fuera de mí: ¡Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de Él! Y todas exclamaron con gran voz: «Él nos ha hecho». Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta su aspecto sensible.

Entonces me dirigí a mí mismo, y me dije: «¿Tú quién eres»; y me respondi: «Un hombre». En mí hay un cuerpo y un alma; la una es interior, el otro exterior. ¿Por cuál de éstos debía buscar a mi Dios, si ya le había buscado por los cuerpos, desde la tierra al cielo, a los que pude dirigir mis miradas? Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él—como a presidente y juez—transmiten sus noticias todos los mensajeros corporales, las respuestas del cielo, de la tierra y de todo lo que en ellos se contiene, cuando dicen «No somos Dios» y «Él nos ha hecho». El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del hombre exterior. Yo, interior, conozco estas cosas; yo, yo alma, conozco por medio de los sentidos corporales (…).

Pero ¿no se muestra esta hermosura a cuantos tienen completo el sentido? ¿Por qué, pues, no habla lo mismo a todos? En efecto, los animales pequeños y grandes la ven, pero no pueden interrogarla porque no tienen razón que juzgue sobre lo que le anuncian los sentidos. Los hombres, en cambio, pueden hacerlo, porque son capaces de percibir, por las cosas visibles, las cosas invisibles de Dios (cfr. Rm 1, 20); pero se hacen esclavos de ellas por el amor y, una vez esclavos, ya no son capaces de juzgar. Las cosas creadas no responden a los que simplemente interrogan, sino a los que juzgan; no cambian de voz, es decir, de aspecto, si uno ve solamente y otro, además de ver, interroga, de modo que aparezca a uno de una manera y a otro de otro; sino que, mostrándose a los dos, es muda para uno y en cambio habla al otro. O mejor dicho, habla a todos, pero entienden sólo los que confrontan su voz, recibida de fuera, con la verdad interior.

El encuentro con Dios

(Confesiones, VIl, 10.18-19; X 27)

Invitado a volver dentro de mí mismo, entré en mi interior guiado por Ti; lo pude hacer porque Tú me ayudaste. Entré y vi con los ojos de mi alma (…), por encima de mi mente, una luz inconmutable. No esta luz vulgar y visible a toda carne, ni otra del mismo tipo, aunque más intensa, que brillase más y llenase todo más claramente con su grandeza. No era así aquella luz, sino una muy distinta de todas éstas. No estaba sobre mi alma como está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra; sino que se hallaba sobre mí por haberme hecho, y yo estaba debajo por ser criatura suya. Quien conoce la verdad, conoce esta luz; y quien la conoce, conoce la eternidad. La caridad es quien la conoce.

¡Oh eterna Verdad, y verdadera Caridad, y amada Eternidad! Tú eres mi Dios. Por Ti suspiro noche y día. Cuando por primera vez te conocí, Tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver, y que aún no estaba en condiciones de ver. Reverberaste ante la debilidad de mi mirada dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor. Y advertí que me hallaba lejos de Ti, en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: «Soy manjar de grandes: crece y me comerás. No me mudarás en ti como alimento de tu carne, sino que tú te mudarás en mí» (…).

Buscaba yo el modo de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte, pero no la encontraba, hasta que me abracé al Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos (1 Tim 1, 5), que clama y dice: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6), y alimento mezclado con carne, pues yo era tan débil que no lo podía tomar. Y así, el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14), a fin de que tu Sabiduría, por la que creaste todas las cosas, nos amamantara como a niños pequeños.

Pero yo, que no era humilde, no pensaba que ese Jesús humilde fuese Dios. No sabía de qué cosa podía ser maestra su debilidad. Tu Verbo, Verdad eterna, trascendiendo las partes superiores de la creación, levanta hacia sí a las que le están ya sometidas; y, al mismo tiempo, en las partes inferiores se edificó una casa humilde, hecha de nuestro barro, para abatir mejor a los que había de someter y atraerlos a Sí, curándoles su hinchazón y fomentando en ellos el amor, no fuera a ser que, fiados de sí, marchasen aún más lejos (…).

Sin embargo, yo juzgaba entonces de otra manera. Pensaba en mi Señor Jesucristo como en un hombre de extraordinaria sabiduría, a quien nadie puede igualar (…), pero qué misterio encerraban esas palabras: el Verbo se hizo carne, ni sospecharlo podía (…).

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y, sin embargo, Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre las cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de Ti esas cosas que, si no estuvieran en Ti, no existirían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, e hiciste huir mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti; gusté de Ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz.

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